Gil Murdock envió un mensaje conciso a través de su teléfono móvil.
Rue ha muerto. Colaboraba con los secuestradores. La chantajearon.
Bill es inocente. Voy en busca de Lucy.
Megan Gilmore recibió aquellas palabras como una puñalada en el corazón, pero con una pizca de esperanza. Si Gil le había dicho que iba en busca de su hija, es porque cabía la posibilidad de que hubiese sobrevivido a Dios sabe qué, y eso era todo lo que ella necesitaba para aferrarse a la vida.
Ya era de noche y Gil conducía demasiado deprisa para lo que su viejo Ford Taunus podía soportar. El coche temblaba. No es que Gil fuese un romántico de los automóviles, es que con el salario de investigar privado, ese viejo Taunus era la joya a la que podía aspirar. Introdujo las coordenadas en el GPS de su móvil y apretó el acelerador. La app indicaba que tardaría unas dos horas y media en encontrar el lugar exacto que le había indicado Rue Smith y el tiempo corría en su contra. ¿Habrían lanzado ya el cadáver de la anciana al lago? ¿Habrían matado a Lucy como venganza? ¿Habrían huido dado que su organización y sus planes habían quedado al descubierto? No, Murdock tenía poca información, pero se temía que Los Descorazonados tenían demasiado poder como para salir corriendo con el rabo entre las piernas.
Gil aparcó el coche en una cuneta y se encontró de frente con un profundo bosque. Sacó la linterna del maletero del coche y con el móvil en la mano emprendió los últimos tres kilómetros que le separan de la ubicación exacta. Allí, en un claro, Gil pudo distinguir una figura fantasmagórica que tenía una antorcha en la mano.
—Bien hecho, señor Murdock. Nos ha encontrado. ¿Qué piensa hacer ahora?
La voz de Clarice sonaba burlona. Gil se llevó la mano a la pistola, pero sintió como un enjambre de sombras se desplegaba a su alrededor. Cualquier movimiento extraño supondría su muerte y eso no entraba precisamente en sus planes.
—Dame a la niña, es inocente. He descubierto lo que hacéis, lo tengo grabado. Estáis acabados.
—¿Qué le hace pensar que Lucy está viva, señor Murdock?
No lo sabía, pero le sería más sencillo enfrentarse a todo aquello con el pensamiento de que la niña todavía respiraba.
—Señor Murdock, le voy a resumir la situación, porque creo que la vieja Rue no se la explicado bien. Los Descorazones manejamos el país a nuestro antojo. Tenemos más poder que el propio Presidente, tenemos influencia en todas la esferas, levanto un dedo y un estorbo desaparece. Nos encargamos de limpiar el desastre que muchos se han esforzado en expandir y no vamos a dejar que un idiota con gabardina crea que puede vivir su propio capítulo de Colombo.
Era cierto que lo de la gabardina quizá quedaba un poco anticuado, pero Gil se lo tomó como algo personal. Sin embargo, algo en la apariencia de aquella mujer le hizo comprender que se enfrentaba a algo mucho más grande de lo que aparentaba el teatrillo de las túnicas y las antorchas.
—Gil… ¿Puedo tutearle? No pretendo hacerle entender lo que hacemos, ni quiero que esta noche se convierta en un baño de sangre… de su sangre, para ser más exacta, así que le diré lo que va a ocurrir…
Gil estaba absorto mirando a aquella mujer, y de alguna manera, esa cara le sonaba de algo.
—Lucy Gilmore ha sido elegida para una tarea que la mantendrá ocupada el resto de su vida, o hasta que otra ocupe su lugar. Así ha sido durante siglos y así seguirá siendo. El destino del país estará en su manos y usted no puede evitarlo. Lucy Gilmore ya está muerta y solo vivirá en la memoria de sus seres queridos, mientras Los Descorazonados mantienen el orden. Yo ya he cumplido mi cometido. He encontrado a la mejor sustituta posible para mí.
De repente, alguien con capucha surgió justo detrás de Clarice y la rodeó el cuello con un brazo. En la mano contraria, el hombre sostenía un cuchillo y la hoja brillaba a la luz de la luna.
—Pero…
Gil no daba crédito a lo que estaba viendo. Ese hombre parecía dispuesto a matar a Clarice y ella sonreía.
—¿Todavía no lo entiendes, Gil? Para que Lucy despliegue todo su potencial, yo tengo que morir. Ella ocupará mi lugar.
—¿Con ocho años?—preguntó Gil.
—Tú no sabes de lo que será capaz esa niña cuando termine su entrenamiento con Los Descorazonados. No la subestimes, Gil, dentro de poco os enfrentaréis a un monstruo que ejecutará a todos los infieles para que este país resurja de sus cenizas.
Aquella era la palabra clave. El hombre encapuchado acercó su boca al oído de la líder suprema y Gil pudo alcanzar a oír solamente una pregunta.
—¿Últimas palabras?— le susurró el enmascarado.
—Vuelvo contigo, mamá.
Clarice cayó al suelo de rodillas con un corte profundo y mortal en la garganta. Duró unos segundos en esa posición hasta que quedó tumbada boca arriba, mientras se desangraba lentamente. Gil observó la escena como el final de una película triste, un drama evitable. Agarrando con fuerza el colgante que llevaba al cuello desde que era una niña, Clarice soltó un último suspiro y cerró los ojos. Ese colgante con una letra C que le recordaba a menudo lo que había sido y lo que ya nunca volvería a ser. La C que marcaba el comienzo de su verdadero nombre. Un nombre que hacía tantos años había sido olvidado por todo el mundo salvo por una persona que había dado su vida por ella hasta el último momento.
La C de Caroline.
Diez años después…
Las rosas del mes anterior estaban marchitas. El frío calaba los huesos y las rodillas se le empezaban a humedecer a través de los pantalones negros que Megan Gilmore había elegido ese día para visitar la tumba de su hija. Arrodillada frente a aquella lápida, Megan se dispuso a cambiar las flores secas por otro ramo impecable que había decorado con mimo con cintas de color rojo, el color favorito de Lucy. Mientras colocaba el ramo en su sitio, Gil Murdock se acercó lentamente para no interrumpir el momento tan íntimo que Megan vivía cada 30 días en aquel cementerio desde hacía ya diez años.
—Son preciosas.
Megan se mantuvo en silencio hasta que consideró que todo estaba en su lugar y se levantó para mirar a Gil.
—Es lo mínimo que puedo hacer por mi hija.
El dolor en aquellos ojos había dejado paso a una cortina de melancolía y aceptación. El mismo dolor que, en cierto modo, sentía Gil desde que había tomado la decisión más difícil de su vida: ocultarle a una madre que el cuerpo que descansaba bajo esa tierra no era el de Lucy, que su hija estaba viva, pero que jamás volvería a verla.
—Demos un paseo, ¿sabes algo de Bill?—le preguntó Gil.
—De vez en cuando llama para hablar con las niñas, pero sigo sin querer saber nada de él. No sé dónde vive ahora ni a qué se dedica. No me importa. Para mí, murió con Lucy.
Gil observó como la rabia hacía que a Megan todavía le temblasen las manos cuando pronunciaba el nombre de su ex marido.
—Por cierto, Gil, el mes pasado crucé medio país para volver a Merrickville. Solo fui capaz de quedarme en la puerta, pero a través de una ventana me pareció ver una sombra muy parecida a la de Lucy. ¿Me estoy volviendo loca?
Empezó a llover.
—Megan, esa casa lleva años abandonada. Entiendo que fue el último sitio donde fuiste feliz, pero no vuelvas jamás.
Gil pronunció aquellas palabras sabiendo que eran en vano. Si algo había aprendido de aquella tragedia era que una madre nunca abandona a una hija.
La lluvia caía con fuerza y ambos emprendieron el camino de vuelta a sus coches. Tan absortos estaban en su conversación sobre el pasado, que ninguno de los dos se dio cuenta de que, allí, detrás de un viejo árbol, una figura femenina les observaba mientras se secaba las lágrimas con la manga y se agarraba con fuerza a un colgante con la letra L.